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¿Puedo Ser Puro?


9 ¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra.

10 Con todo mi corazón te he buscado; No me dejes desviarme de tus mandamientos.

11 En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti.

12 Bendito tú, oh Jehová; Enséñame tus estatutos.

13 Con mis labios he contado todos los juicios de tu boca.

14 Me he gozado en el camino de tus testimonios más que de toda riqueza.

15 En tus mandamientos meditaré; Consideraré tus caminos.

16 Me regocijaré en tus estatutos; no me olvidaré de tus palabras.

Salmo 119:9-16

Quizá hayas vuelto a fracasar. Quizá hayas vuelto a caer en el pecado? Cada vez es más deprimente. La mayoría de las veces sientes que has fallado a tu Señor. ¿Pero no te preguntas a veces si es simplemente que Él te ha dado la espalda y te ha abandonado a tus propios fracasos? ¿Hay alguien que tenga algunas palabras de consejo para ayudarte?


Pues el Salmo 119 es para ti.


Jamás se nos ocurriría dar un libro muy grande a alguien que necesitara ayuda inmediata; le daríamos algún opúsculo, o tal vez un libro pequeño, pero nada que pudiera requerir un esfuerzo demasiado grande. Pues el Salmo 119 parece ir en contra de ese principio en más de un sentido. Es una poesía escrita específicamente para dar instrucción y, sin embargo, tiene 176 versículos. Hasta parece que fue escrito con los jóvenes especialmente en mente (v.9), ¡y sin embargo, sigue y sigue!

No obstante, un examen más cuidadoso revela la sabiduría oculta de este salmo: está dividido en secciones de ocho versículos cada una. ¡Capítulos breves! Es un opúsculo.

Observa también los encabezamientos de cada sección. Hay veintidós de ellos, uno por cada letra del alfabeto hebreo.


Hay otra característica de este salmo mucho más difícil de reproducir en nuestras Biblias. Pero no la perderían aquellos que primero leyeron el salmo en hebreo: tiene la forma de un acróstico: todos los versículos de cada sección del salmo empiezan con la letra del alfabeto que aparece a la cabeza de la sección. Los versículos del 1 al 8 empiezan todos con la letra alef (a); luego los versículos del 9 al 16 empiezan con la letra bet (b); y así sucesivamente. ¡Que ingenioso!


Aparte del aspecto estético, ¿Cuál sería el propósito que el poeta tendría en mente en esto? No es difícil de suponer: su intención sería que este salmo suyo se pudiera aprender de memoria.


¿Te puedes imaginar que estás sentado al lado de algún creyente que lo está pasando mal, y le dices: “Vamos a ver, si tan solo aprendieras de memoria este salmo y asimilaras sus enseñanzas, verías lo mucho que te ayudaría? Claro que no. Y tampoco esperaría eso el autor de este salmo 119. Lo que esperaba era que lo aprendiésemos de memoria, junto con sus lecciones, antes de que lo necesitáramos. Él hubiera entendido muy bien el dicho: “Más vale prevenir que curar.”


Y es que no se puede exagerar la importancia de ese principio. Es uno que aprendemos de la vida de nuestro Señor. Él, en cada situación con la que tuvo que enfrentarse, pudo recurrir a la sabiduría y la dirección de Dios en las escrituras; había llenado su memoria de la palabra de Dios, había asimilado su significado, había meditado sobre sus implicaciones prácticas, y pudo utilizarla como “la espada del Espíritu” (Ef. 6:17) en el fragor de la batalla.


De lo que se sabe en general de la educación entre los judíos se puede deducir que es probable que Jesús hubiera memorizado libros enteros del Antiguo Testamento en su totalidad. Él conocería y utilizaría su contenido con la misma facilidad con la que un ama de casa conoce su cocina, o un farmacéutico sus medicinas.


Éste es un salmo escrito para los jóvenes (“¿Con qué limpiará el joven su camino?”), pero lo es sólo por cuanto el niño es padre del hombre. Las ganancias morales adquiridas a temprana edad crean fundamentos fuertes para los años posteriores; pero las pérdidas quizá no se puedan recuperar:

Siembra un pensamiento, y segarás una acción;

Siembra una acción, y segarás un carácter;

Siembra un carácter, y segarás un destino.

Esta gran pregunta: “¿Con qué limpiará el joven su camino?”, es un asunto que concierne toda la vida.


La mayoría de nosotros memorizamos el salmo 119:9 de la siguiente manera: “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra.” Así la palabra de Dios se entiende como la respuesta a la pregunta. Sin embargo, es posible que debamos entender la palabra de Dios como la causa de la pregunta: “¿Con qué limpiará el joven su camino, para poder guardarlo según tu palabra?”


La escritura misma, que no enseña cómo vencer el pecado, también nos muestra el carácter profundamente arraigado del pecado, y nos revela su enorme influencia sobre nuestras vidas. Ciertamente no enseñará cómo librarnos de la terrible carga del pecado; pero antes, y para ello, tiene que conseguir que ese pecado nos parezca una carga de verdad.


El salmista conoce esa carga. Lucha con el pecado. Sabe muy bien con qué facilidad su corazón se va desviando hacia pensamientos y actos pecaminosos: “No me dejes desviarme de tus mandamientos” (v.10).

Conoce su tendencia a dejarse apartar del Señor y de ser seducido por el mundo y la carne: “Aparta mis ojos, que no vean la vanidad” (v.37).

Sabe cuán fácilmente se deja arrastrar hacia abajo, espiritualmente: “Sosténme, y seré salvo” (v.117).


Sabe que su corazón es engañoso y que aún no es libre de la necedad del pecado. Las últimas palabras del salmo reconocen esto y expresan un continuo sentimiento de necesidad: “Yo anduve errante como oveja extraviada; busca a tu siervo, porque no me he olvidado de tus mandamientos” (v.176). Robert Murray M’Cheyne, el joven predicador escocés cuyo breve ministerio y cuya vida profundamente consagrada dejaron un impacto que aún influye en todos los que leen su biografía, lo expresó bien. Confesaba que en su corazón aún quedaban las semillas de todo pecado conocido.

Y el salmista también sabe con qué oposición tendrá de enfrentarse cualquier persona que se haya comprometido a una vida de pureza. Ésta es una de las notas que con más frecuencia se repiten en este salmo:

Los soberbios se burlaron mucho de mí,

Más no me he apartado de tu ley…

Compañías de impíos me han rodeado,

Más no me he olvidado de tu ley…

Contra mí forjaron mentira los soberbios,

Más yo guardaré de todo corazón tus mandamientos…

Los soberbios me han cavado hoyos;

Más no proceden según tu ley…

Me pusieron lazo los impíos,

Pero yo no me desvié de tus mandamientos…

(vv. 51, 61, 69, 85, 110).

Cuando nos proponemos en el corazón vivir para Cristo, es inevitable que también nos tengamos que enfrentar a una oposición parecida.


Un documento que supuestamente llegó a las manos de un director de operaciones del Servicio Nacional de Seguridad a principio de los años 60 ilustra de forma gráfica lo que aquí estamos diciendo. Contenía una lista de objetivos del ateísmo secular con el fin de destruir el orden cristiano en Occidente sin necesidad de recurrir a las armas. Algunos de esos objetivos eran los siguientes:

Desintegrar los valores éticos de la cultura, fomentando la pornografía y la obscenidad en los libros, en las revistas, en las películas, y en la radio y la televisión.

Erradicar todas las leyes concernientes a la obscenidad, calificándolas de censura, y de una violación a la libertad de expresión y de la libertad de prensa.

Desacreditar la familia como institución. Promocionar la promiscuidad y el divorcio fácil.

Hacerse con el control de ciertos puestos clave en la radio, en la televisión y en el cine.

Presentar la homosexualidad, la degradación y la promiscuidad como normales, naturales y sanas.

Cuarenta años más tarde, la estrategia se lee como una profecía cumplida.


Sin embargo, estaríamos equivocados si pensáramos que lo único que teníamos que hacer para protegernos de estrategias así era atacar a los que las utilizan. Nunca es suficiente atacar al enemigo que está fuera de las murallas de la ciudad, cuando el Caballo de Troya ya está dentro de las puertas. Es cierto que es importante sacar a la luz el pecado de la sociedad; pero es aún más importante que aprendamos a mantener puras nuestras vidas. Es la aceptación de la impureza dentro de nosotros el verdadero enemigo.


¿Cómo, pues, podemos ser puros? Ése es el quid de la cuestión.


El salmista nos da una serie de principios basados en su propia experiencia, que nosotros hemos de poner por obra y aplicar con la ayuda del resto de las Escrituras.



1. Busca a Dios con todo tu corazón

Con todo mi corazón te he buscado;

No me dejes desviarme de tus mandamientos (v.10).

Ésta no es la pregunta del filósofo (“¿Hay un Dios?”), sino la del creyente (“Señor, te conozco, ¿pero puedo llegar a conocerte mejor?”). Lo que no es más información, sino comunión con Dios.


La persona de Dios ha empezado a llenar sus pensamientos. Esto era obediencia sencilla a lo que Jesús llamó el mayor mandamiento: amar a Dios con el corazón, con la mente, con el alma y con las fuerzas.


El primer principio de la pureza es amar a Dios con el corazón y con la mente. Grandes pensamientos de Dios ensanchan el corazón para que pueda contener las emociones que esos pensamientos producen. En las Escrituras es esto lo que marca la diferencia entre la santidad y la maldad: “El malo, por la altivez de su rostro, no busca a Dios; no hay Dios en ninguno de sus pensamientos” (Sal. 10:4).


La Gloria de Dios se revela en el orden creado en su totalidad: en la hermosura de la naturaleza y en su temible poder; en las maravillas del reino animal; en el asombroso fenómeno de la vida humana. Su mano se revela en la historia; su palabra se revela en las Escrituras.


Dios es Grande, Glorioso, Bueno, Santo, Justo, Clemente. Pero las mentes naturales y pecaminosas se cierran a los pensamientos acerca de Él. Y como imanes de la misma polaridad, o como agua sobre el cuerpo de un pato, o como semilla que cae en tierra dura, la mente natural es incapaz de darle lugar a esos pensamientos para que puedan tomar las riendas de la vida entera. ¡Las mismas personas que son capaces de concentrarse intensamente en cualquier cosa, desde un crucigrama hasta un partido de futbol en la televisión, no son capaces de concentrarse por un minuto si quiera en pensar deliberadamente acerca de Dios! “No hay Dios en ninguno de sus pensamientos.”


En cambio los pensamientos pecaminosos –aquellos que Juan llama “los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida” (1 Jn. 2:16)– nos salen muy fácilmente y de manera natural. Y les damos vueltas en nuestras mentes durante largos períodos; somos capaces de enfocar nuestra atención sobre ellos deliberadamente. Sin embargo, nos cuesta mucho dirigir nuestros pensamientos hacia Dios.


Esto explica por qué el salmista sabía que necesitaba buscar a Dios con todo su corazón. Está claro que habla como alguien que conoce la gracia de Dios y que la ha experimentado; no se trata de una firme decisión suya de mejorar con el fin de ser justificado y aceptado por Dios. Al contrario, él sabe perfectamente que ya ha sido justificado y aceptado por Dios. No, lo que quiere decir más bien es: “Esto es lo que la gracia de Dios produjo en mi vida para capacitarme para vencer el pecado y para crecer en pureza personal.”


Una de las evidencias de que mi vida es una vida controlada por el Espíritu es una creciente capacidad de tener grandes pensamientos acerca de Dios. Porque el Espíritu me capacita para decir: “¡Busca su rostro!”, y para responder: “Tu rostro buscaré, oh Jehová” (Sal. 27:8).


El resultado de esa búsqueda de Dios es alabanza para Él: “Bendito tú, oh Jehová”, exclama el salmista (v.12); “me he gozado en el camino de tus testimonios más que de toda riqueza” (v.14). “Me regocijaré en tus estatutos” (v.16). Y de esta manera, la tristeza da lugar a la alabanza, el dolor del fracaso da lugar al gozo, y la aversión al pecado da lugar al deleite de la pureza.


¿Pero cómo llevan a la pureza los grandes pensamientos acerca de Dios?

Cuando Dios nos parece grande y cuando nos encanta pensar acerca de su carácter y de cómo Él se ha dado a conocer, entonces no pensamos –no podemos pensar– al mismo tiempo en el pecado. El pecado no puede habitar en su presencia. Cuando ponemos la mira en la revelación del glorioso carácter de Dios, inhalamos tanto oxigeno espiritual que cualquier pensamiento pecaminoso se asfixia; no tiene sitio para desarrollarse en nuestras mentes.


Cuando meditamos en los atributos de Dios –en el amor del Padre, en la gracia manifestada en Cristo, el Hijo, o en las bendiciones de la comunión con el Espíritu Santo– somos “[transformados] por medios de la renovación de [nuestro] entendimiento” (Ro. 12:1, 2).


El resultado de cualquier entre personas en la que haya un “matrimonio de mentes” es que las personas en cuestión empiezan a pensar las unas como las otras. A veces, ¡hasta da la impresión de que empiezan a parecerse las unas a las otras! Esa es la consecuencia inevitable de pasar tanto tiempo con otra persona, siempre estamos pensando en ella. Nuestra vida refleja la influencia de su persona.

Entonces no nos debe extrañar que la comunión con Dios tenga un efecto parecido sobre nosotros, ya que se trata de la relación más grande y más íntima de todas: “Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor (2 Co. 3:18).


Cuando meditamos en el carácter de Dios, como cristianos que han visto la luz de “la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co.4:6), vemos nuestro pecado en su verdadera luz. Adquirimos un “gusto” de la gloria de Dios, y perdemos nuestro “gusto” por el pecado.


El pecado es contrario a la voluntad de Dios por cuanto es la antítesis de su carácter. Cuando pecamos, distorsionamos vidas que fueron creadas para reflejar su imagen. En cambio, cuando buscamos a Dios con todo nuestro corazón, y cuando meditamos en su carácter, se nos hace patente la verdadera naturaleza del pecado. ¡Por fin se nos abren los ojos!


Al contemplar la hermosura de la santidad de Dios, empezamos a ver nuestro pecado en toda su fealdad; a la luz de la fidelidad de Dios, vemos lo vil que es nuestra infidelidad; cautivados por su gracia, reconocemos la vergüenza de nuestro pecado. Al recordar que Él es constante en todos sus atributos, nos damos cuenta de que nuestro pecado nos ha hecho inconstantes en todos los nuestros. El conocer a Dios así es la única recompensa que interesa a los que le buscan con todo el corazón, tal como el salmista dice aquí.


Solíamos pasar nuestras vacaciones como familia en la costa Este de Escocia. El frío mar del Norte llegó a ser la piscina de los niños. Pero nuestros dos hijos mayores tenían dos actitudes muy distintas hacia el agua tan helada. Uno de los dos se acercaba al agua, metía el pie, y empezaba a tiritar. Mientras tanto, su hermano corría a toda velocidad por la arena y, sin detenerse, se metía directamente al agua hasta dejarse vencer por las olas y sumergirse en el mar. Y después de unos momentos aparecía gritando a su hermano: “¡Venga metete!; está de maravilla!” Sin embargo, su hermano sólo sentía los fría que estaba el agua, y no veía cómo se podía considerar aquello algo tan divertido.


Y así es, también, en la vida de fe; si me abandono con todo mi corazón al Señor, eso me trae un gozo y una libertad que no se pueden medir. En cambio, si me quedo en “la playa” de su gracia, nunca conoceré el poder para vencer el pecado, que sólo ese amor y devoción de todo corazón pueden producir.


2. Estima como tesoro la palabra de Dios en la escritura

“En mi corazón he guardado tus dichos”, escribe el salmista, “para no pecar contra ti” (v.11). El término hebreo ‘imrâ se puede traducir correctamente o bien como “palabra” o como “promesa”. Pero en este contexto es posible que signifique “dicho”. El salmista ha aprendido cuidadosamente los “dichos” de Dios, y ha meditado sobre ellos; son las verdades en concreto que se enseñan en la Escritura. Los ha “guardado”, no en el sentido de esconderlos, sino de conocerlos y de saber dónde encontrarlos. La enseñanza de la Escritura, lo que podríamos llamar sus “doctrinas”, le son familiares; las conoce y tiene acceso a ellas.

Esto nos dice algo muy importante sobre su estudio personal de la Biblia. Muchos cristianos tienen tendencia a leer la Escritura cada día casi como si se tratara de una especie de horóscopo divino. Su único interés es descubrir lo que el pasaje que están leyendo les “dice” a ellos “para hoy”. Por supuesto, ese tipo de lectura de la Biblia tendrá sus beneficios, pero son muy pasajeros.

Podemos averiguar fácilmente si hemos cometido ese error. Supongamos que estás estudiando la Carta de Pablo a los Efesios. Si hubieras puesto por escrito lo que has estado aprendiendo, ¿hubiera podido otra persona leerlo y así descubrir lo que enseña Efesios? ¿O se hubiera encontrado más bien leyendo una autobiografía espiritual? ¿Has estado leyendo la Escritura como si no fuera más que un espejo en el cual ver tu propio reflejo? Claro que también tiene ese efecto; pero su principal propósito es reflejar a Dios y enseñarnos acerca de Él.

Si no guardamos la palabra de Dios en nuestras mentes y corazones de esta manera, y si no llegamos a conocer las enseñanzas concretas de la Escritura, nos van a faltar recursos que necesitamos en nuestras vidas como cristianos. Nos faltarán los “dichos” específicos o las enseñanzas que Dios nos da en la Escritura para capacitarnos para resistir y vencer al pecado. Si fallamos en esto, es inevitable que nos desanimemos.

¿Pero cuáles son los “dichos” o las enseñanzas en particular que necesitamos guardar en nuestros corazones para que nos ayuden a vencer el pecado? Podemos resumir los más importantes en los siguientes cinco puntos:

1. Acuérdate de tu nueva identidad en Cristo:

El Nuevo Testamento nos recuerda continuamente que estamos “en Cristo”.

Nacimos “en Adán”, bajo el dominio del pecado, la culpa, la muerte y Satanás. Pero el Espíritu nos ha trasladado a una fe viva. Hemos sido unidos a Jesucristo; ya no estamos “en Adán”, sino “en Cristo”. Nuestras vidas ya no dependen de aquellos poderes que fueron liberados en la familia de Adán, ni son ya dominadas por esos poderes; lo que heredamos son la gracia, el perdón, el poder y la victoria de Cristo.


En Romanos 6, Pablo explica una de las consecuencias inmediatas de este cambio: dice que si estamos unidos a Cristo, entonces estamos unidos a Él en su muerte al pecado.

En la cruz, Cristo entró en el territorio de la muerte y en el dominio del pecado. Allí lo destruyó. Ya no está más bajo su dominio. Y si nosotros estamos “en Cristo”, participamos de aquellos que Él consiguió. Por eso dice Pablo que en Cristo hemos llegado a ser esa clase de personas que han “muerto al pecado” (Ro. 6:2).


Acuérdate de la clase de persona que eres. Ya no eres un preso, bajo el dominio del pecado, eres libre. Ya no estas paralizado, sin poder evitar pecar. En Cristo perteneces a otro Reino totalmente distinto, en el cual “la gracia [reina] por la justicia” (Ro.5:21). ¡Hay esperanza! Ya no es necesario que sigas derrotado por el pecado.

2. Reconoce la diferencia entre el pecado “que reina” y el pecado “que permanece”:

Antes de que llegáramos a ser cristianos, estábamos bajo el dominio del pecado. Ahora, en cambio, es Cristo el que reina sobre nuestras vidas y en nuestros corazones: el pecado ya no reina más (Ro. 5:21; 6:14). No obstante, eso no significa que el pecado ya no habite en nuestros corazones, porque la Biblia distingue entre:

La derrota del dominio del pecado, y…

La destrucción de la presencia del pecado.

El dominio que tenía sobre ti el pecado terminó cuando fuiste unido Cristo; no obstante, su presencia dentro de ti no será abolida hasta la gloria.


Es muy fácil confundir estas dos cosas. Ya que pecamos, somos tentados a sacar la conclusión: “¡Vaya, otra vez!; ¡de nuevo reina el pecado!” Nos sentimos paralizados; el fracaso parece inevitable, y nos desesperamos. Pero hemos confundido la presencia del pecado, que aún sigue en nosotros, con el dominio del pecado. Si somos capaces de entender la diferencia entre estas dos cosas, nos daremos cuenta de que el perder una escaramuza no es perder la guerra.

3. Date cuenta cuáles son tus responsabilidades:

Pablo resume buena parte de su enseñanza en dos afirmaciones sobre su vida cristiana, dos afirmaciones sobre las cuales se puede observar un marcado contraste:

“El pecado… mora en mi” (Ro. 7:17) y, sin embargo,

“Vive Cristo en mi” (Gá. 2:20).

Mientras estas dos afirmaciones sean ciertas, es inevitable que mi vida sea un campo de batalla entre Cristo, como el Señor de mi vida, y la presencia del pecado, que exige sus derechos como okupa de mi alma. Pero si Cristo es mi Maestro, mi responsabilidad está clara: hay que desalojar al pecado.


En esto no sirven las medidas a medias. Es por eso por lo que el lenguaje del Nuevo Testamento es tan radical: si tu mano derecha o tu ojo derecho te lleva a ceder al pecado, dice Jesús, “córtala”, “sácalo” (Mt. 5:29-30). Y Pablo refleja la enseñanza de su Maestro. Ya que pertenecéis a Cristo y habéis recibido nueva vida en Él, “haced morir” aquellas tendencias e instintos pecaminosos que aún permanecen (Ro. 8:13; Col. 3:5).


¿Qué implica eso en términos prácticos? Que si queremos mantener puro nuestro camino, adoptaremos como principio para nuestras vidas el no andar donde nuestros zapatos puedan ensuciarse. No podemos evitar en el mundo; cada día tenemos que vivir en el contexto de sus impurezas, pero no es necesario que participemos en ellas. Dijo Lutero: “No puedes impedir que los pájaros vuelen alrededor de tu cabeza, ¡pero si puedes impedir que hagan un nido en tu pelo!”


Dios es perfectamente capaz de santificarnos por medio de su verdad y guardarnos en este mundo, tal como oró Jesús (Jn. 17:15, 17). Pero esa oración suya es contestada por nuestro progreso activo en la santidad. Es nuestra responsabilidad “sacar”, “cortar” y “hacer morir”. Y eso significará guardar nuestras mentes y las cosas en las que permitimos que se fijen, y nuestros ojos y aquello que miramos, y nuestros pies y adónde vamos, y nuestras manos y qué tocamos. La pureza cristiana tiene que ver tanto con nuestros cuerpos como con nuestras mentes:

“Os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo… Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento” (Ro. 12:1-2).

4. Resiste toda tendencia pecaminosa en cuanto te percates de ella:

Eso duele. Duele tener que decir: “No” a nosotros mismos. Y puede ser que el hacerlo nos duela también en nuestra relación con otras personas. Pero lo que tenemos que aprender es lo leves que son esas heridas en comparación con el daño que causa el pecado en nuestra comunión con Dios.


En un sentido le dolió a José el tener que resistir las insinuaciones sexuales de la mujer de Potifar. Le costó su libertad. Pero José sabía cuál era su identidad como hijos de Dios. Estaba poseído y dominado por el sentimiento de los privilegios que había recibido: “¿Cómo, pues… pecaría contra Dios?” (Gn. 39:9). No estaba negando su capacidad de pecar, sino que estaba resaltando la incoherencia, la contradicción que implicaría que lo hiciera alguien en su posición.


De la misma manera, nosotros debemos aprender nuestra identidad en Cristo hasta que en nosotros también ese tipo de respuesta sea algo instintivo. Y no seremos nosotros los perdedores, como tampoco lo fue José. Es cierto que si él no hubiera sido fiel, no habría acabado en la prisión, ¡tampoco habría llegado a ser el primer ministro de Egipto! Habiendo sido fiel en lo poco (la casa de Potifar, Gn. 39:9), le fue dada responsabilidad sobre mucho (¡todo Egipto! Gn. 41:39, 40).


También a David le hubiera “dolido” el haber rechazado los deseos que surgieron dentro de él mientras paseaba por el terrado de su casa una tarde de primavera, al vislumbrar a la hermosa Betsabé bañándose (2 S. 11).


David debía haber vuelto a sus aposentos y haberle rogado al Señor que apagara el dardo de fuego de aquella tentación que había hecho blanco en las emociones del rey. Debía haberse recordado quién era él: un siervo del Señor, el rey ungido de Israel, y profeta del Dios altísimo. Cuando se había fortalecido “en el Señor, y en el poder de su fuerza” (Ef. 6:10), había matado a un gigante con un simple guijarro. Ahora, en cambio, tristemente, le había vencido la tentación nocturna. Se olvidó de sí mismo: en todos los sentidos posibles.

“El pecado, para no estar sin tener nada que hacer,

Pedirá permiso para quedarse contigo, aunque solo sea un rato.

“Solo una noche, una hora, un momento”, suplicará;

“Abrázame en tu seno, o moriré;

Tiempo para arrepentirte”, dice él, “te concederé,

Y ayuda, si tú no sabes arrepentirte.”

Mas si los dejas entrar por la puerta,

Entrará, tal vez para nunca más salir”

JOHN BUNYAN

La gracia, dice Pablo, nos enseña a decir: “No”:

Porque la gracia de Dios se ha manifestado… enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente (Tit. 2:11, 12).

5. En el lugar de todo pecado desechado, pon su contrario: La gracia:

Cuando oímos a Pablo hablar de “hacer morir el pecado” (Ro. 8:13; Col. 3:5), lo que nos imaginamos son esas imágenes que monjes medievales flagelándose, literalmente, y negándose toda clase de experiencias agradables, con el fin de mantenerse puros. Pero el gran error que ellos cometían era que no sólo eran negativos de una forma equivocada; además, no conseguían ser positivos de una forma correcta.

Y es que cuando la Escritura nos exhorta a desechar las impurezas que hay en nuestras vidas, al mismo tiempo nos exhortan a cultivar nuevas cualidades espirituales. Porque todos nuestros esfuerzos por controlar nuestro enojo no llegarán a nada si no cultivamos la paciencia. Asimismo la lujuria nunca estará quieta si no cultivamos un amor nacido del Espíritu que no le deje a la lujuria aire que respirar en nuestras vidas.


Pablo expresa este principio con mucha claridad a los Colosenses: “Ya no sois los viejos hombres y mujeres que erais en Adán”, le razona; “ahora sois nuevos hombres y mujeres en Cristo. Pues, entonces, ¡vestíos según lo que ahora sois!” (Véase Col. 3:9, 10).

Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría… En las cuales vosotros también anduvisteis en otro tiempo cuando vivíais en ellas. Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestidos del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno… Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros… La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros… (Col. 3:5-10, 12, 13, 16, énfasis añadido).

Esto es lo que significa decir: “Señor, he estado tan deprimido por mi pecado y por mis fracasos en la vida cristiana. Pero ahora quiero dejar que la palabra de Cristo more en abundancia en mí. ‘En mi corazón he guardado tus dichos para no pecar contra ti.’”

Sinclair B. Ferguson, ¿Abandonado por Dios?, capitulo 9, pp 148-164.


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