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1. ¿Ha disfrutado usted de la comunión con Cristo y con el Padre?


​Este es un elemento esencial en la verdadera salvación, y la primera prueba que presenta Juan en su Primera Epístola. Miremos en el capítulo 1, el cual comienza así: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos acerca del Verbo de vida (porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna la cual estaba con el Padre, y nos fue manifestada); lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos también; para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo" (vs. 1-3). Obviamente, Juan iba más allá de la relación terrenal que había tenido con el Señor Jesús porque no tenía una relación tal con el Padre. La comunión que disfrutaba en ese momento, era con el Dios viviente y el Señor Jesucristo.


Ahora bien, al principio alguien puede estar tentado a pensar, "bueno, mejor para Juan", pero esta no fue una experiencia aislada. En 1 de Juan 5:1, Leemos lo siguiente: "Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por él". Esta es una característica de todo creyente; amar a Dios y al Señor Jesucristo; es una señal de los afectos santos de los que habla Jonathan Edwards. La salvación involucra una estrecha e íntima relación con Dios. Es lo que los creyentes han sido llamados a tener. "Fiel es Dios", dice Pablo, "por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor" (1 Cor. 1:9).


Pablo describe lo que significa esta comunión para él: "Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gá. 2:20). Esta verdad es muy real -como creyentes tenemos la vida divina dentro de nosotros-. Este no es un hecho frío, sino toda una experiencia para disfrutar.


Esto era precisamente lo que el Señor Jesús quería decir con éstas palabras: "...yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia" (Jn. 10:10). Si sólo hubiera dicho: "Yo he venido para que tengan vida", podríamos concluir que estaba hablando sobre Su provisión de vida eterna. Añadiendo que esa vida podía ser abundante, el Señor estaba moviéndose dentro de la dimensión de la experiencia. La vida cristiana es una vida rica. Fuimos llamados a experimentar gozo, paz, amor y propósito. Cuando alguien que está a punto de ser bautizado, testifica acerca de cómo conoció a Cristo, no le oímos decir, "El hecho es que soy salvo, y estoy aquí para anunciaros eso". No, invariablemente la persona describe ante el auditorio, el sentimiento sobreabundante de perdón y propósito que hay en su vida.


He aquí algunos versículos que hablan de la vida abundante que encontramos en las Escrituras, en términos de nuestra comunión con el Señor. El "Dios de toda consolación" (2 Cor. 1:3); el "Dios de toda gracia" (1 P. 5:10); el Dios que "proveerá todas vuestras necesidades conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús" (Fil. 4:19); el Dios que nos exhorta a "hablar los unos a los otros con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando en nuestros corazones" (Ef. 5:19); el Dios a quien clamamos "¡Abbá Padre!" (Ro. 8:15), como niños pequeños al Padre que adoramos; el Dios al que podemos acercarnos en tiempos de dificultad (He. 4:16) -El mismo Dios, que tanto nos enriquece. Nuestra comunión con Él es la vida abundante que experimentamos como cristianos.


¿Ha experimentado usted la comunión con Dios y el Señor Jesucristo? ¿Ha sentido Su presencia? ¿Ama usted a Dios, con un amor que le atrae a Su presencia? ¿Ha experimentado la dulce comunión de la oración -el gozo incomparable de hablarle al Dios viviente-? ¿Ha notado el sentimiento renovador y sobreabundante de la gracia, al descubrir una verdad en Su palabra? Si es así, entonces ha experimentado la comunión de la salvación.



John F. MacArthur, Salvos Sin Lugar a Dudas, Capítulo 5, pp 73-75.

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